El Espíritu Santo es el amor subsistente del Padre y del Hijo. Es esencialmente Espíritu de amor y produce en el cristiano la capacidad de amar. Más bien puede decirse que es el Espíritu Santo el que ama en él: "… porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Romanos 5:5). Ese amor que recibimos del Espíritu Santo es, sobre todo, un principio interior de la vida nueva que Dios nos da y que nos hace capaces de amar y de entregarnos a los hermanos, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros.
Por eso el Evangelio dice que el mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el centro y la síntesis de la vida moral del cristiano: "El primero es: escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu prójimo como a tí mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos" (Marcos 12:29-31). El cristiano se puede definir como un hombre que camina en el amor y en este camino encuentra su plenitud y salvación.
En el amor a Dios y al prójimo se resume todo el Evangelio y todos los mandamientos: "En efecto, lo de no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Romanos 13:9).
Así aparece claramente la positividad de la vida cristiana. Ser cristiano no quiere decir tener que evitar esto o aquello, huir de esto o aquello; sino amar y comprometerse para construir su propia personalidad y humanizarse uno mismo y a los demás con la fuerza constructora del amor.
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